La boca de Kim

Mi compañero de piso se llama Marcos. Apenas nos conocemos. Tiene un póster de Mago de öz en la pared de su habitación, junto a la ventana. Usa un cuarenta y tres de pie. Le gusta el café solo. Los martes, juega al fútbol. Los martes, a las diez de la noche, le espero en el salón. Él no sabe que estoy allí para verle llegar. Llega a casa empapado en sudor, con los mechones de pelo cayendo pesados sobre su frente y la camiseta chorreando. Yo le pregunto “¿qué tal ha ido?”, y él asiente tímido y me contesta que “bien, bien”, y se encierra en el baño. Es muy cortado. Apenas me sostiene la mirada cuando habla conmigo y habla conmigo lo justo y necesario para convivir cómodamente. Pero es atractivo como un actor de cine argentino. Con su pelo siempre alborotado, su nariz ancha y recta, sus ojos negros pequeños como dos ranuras. Tiene un hoyito en la mejilla izquierda que le sale cuando se le escapa la poca malicia que tiene. Me vuelve loca.

Es mayo, y en Sevilla el calor es como una exhalación lenta y larga sobre la piel. Llevo un vestido turquesa de tirantes que apenas cubre una cuarta por debajo de las nalgas. No llevo bragas. Me gusta la sensación de poder quedar expuesta en un descuido, y notar el borde del vestido rozando las lindes de lo prohibido como una mano atrevida que tantea mis flaquezas. Estoy en el sofá, acuclillada en una esquina viendo la tele. Marcos sale del baño dejando tras de sí una nube de vapor, con el cabello mojado goteando sobre las mejillas, el torso desnudo ancho y vigoroso atravesado por gotas de agua que se deslizan hasta sus pezones; con una toalla verde encaramada a la cintura que amenaza con soltarse. Apenas puedo observarlo un segundo porque enseguida se encierra en su habitación. Él no sabe que le miro, menos aún cuánto deseo deslizar mi lengua por su garganta.


Al poco rato, aparece sin camiseta, con unas bermudas azules y unas chanclas de playa negras. Cruza el salón sin pronunciar palabra, con la cabeza gacha. Se rasca la nuca con la mano derecha y deja en evidencia los músculos de su brazo. Me quedo contemplando su espalda ancha y su nuca achocolatada hasta que se mete en la cocina a prepararse la cena. Seguramente, un sándwich de atún…

Le oigo trastear en los muebles de la cocina, rebuscar en el cajón de los cubiertos, abrir y cerrar el frigorífico. Me imagino que me acerco a él insinuante y le acorralo contra la encimera, me saco los pechos y le dejo que los devore como un hambriento, pero no estoy segura de cómo reaccionaría a eso, así que me contengo. Me quedo quieta en el sofá, procurando una postura erótica que pueda parecer natural, con las rodillas encogidas sobre el asiento, dejando mi muslo derecho completamente al aire.

Y empieza la película...

Nueve semanas y media. No la he visto. De Kim Basinger y Mickey Rourke, cuando era guapo. La boca de Kim Basinger me parece super erótica. Me imagino que es una de esas películas románticas de chico conoce a chica, en la que uno de los dos, por algún motivo, tiene que coger un avión y el otro lo impide. Pero no.

Marcos llega con su sándwich de atún -¿qué os había dicho?- y se deja caer en la otra punta del sofá. No se va muy lejos, es de dos plazas. El sol se apaga definitivamente y deja el salón en penumbra, apenas iluminado por el brillo del televisor. Marcos permanece concentrado mirando la tele, como si al moverse pudiera invocar alguna catástrofe. Pienso que si estirara tan solo unos centímetros la pierna podría tocarlo con los dedos de los pies y romper la absurda barrera del espacio interpersonal. Si estirara un poco más podría meter mi pie debajo de su muslo y acariciar suavemente su paquete. Pero me contengo.

Ambos nos mantenemos callados frente a la pantalla. Entonces, Mickey Rourke le tapa los ojos a Kim con un pañuelo y, lentamente, le recorre el torso con un hielo que se derrite sobre su piel casi al instante. La boca de Kim es sumamente erótica. Cuando el hielo alcanza su pezón yo tengo que apretar las piernas porque las palpitaciones son incontenibles. Estoy muy caliente. Los pezones se me ponen duros como diamantes bajo la fina tela del vestido turquesa y no puedo evitar morderme el labio y jugar sutilmente con la punta del pulgar en mi boca. Estoy jodidamente caliente.

-Marcos, voy a la cocina, ¿quieres algo?

Me levanto lentamente, arqueando la espalda para dejar que se intuya el secreto bajo mi vestido.

Marcos está tenso. Eso es una buena señal.

-¿Me traes un vaso de agua? -responde con tono sumiso.

-Claro -le contesto.

La mesa que hay delante del sofá es baja. Me encorvo para dejar el vaso de agua frente a él y el peso de mis pechos sin sujetador abre un túnel a través del vestido desde mi garganta hasta mi pelvis por donde se cuela la vista de Marcos. Levanto la cabeza y le sonrío. Él se ruboriza inmediatamente y mira hacia abajo. Me vuelvo a sentar en mi esquina del sofá. Estoy inquieta, impotente por no encontrar la forma de provocar lo que ansío. Me dejo caer despacio hacia atrás hasta tocar con la parte baja de la espalda el brazo del asiento y mis pechos se abren sobre mis costillas. Cruzo las piernas sobre el sofá dejando la entrada a mi cueva completamente abierta oculta bajo la ropa. Marcos también ha cruzado las piernas. Mantiene su frente apoyada en la mano derecha que se sostiene sobre el brazo del sofá y en algún que otro momento ha dejado caer su mirada sobre mí sin apenas mover la cabeza.

La película se pone cada vez más intensa.


Kim Basinger aparece en la escena muy cabreada, dándole manotazos a Mickey mientras le grita “¿¡Quién coño te crees que eres?!”. Mickey sin mediar palabra, le sujeta los brazos con firmeza y la tumba contra su voluntad sobre una enorme mesa de oficina. Kim sigue forcejeando mientras él le desgarra las bragas y le abre las piernas, le eleva las caderas y empieza a devorar su coño con agresividad. Ella se amansa al instante y gime mientras él la penetra intensamente una y otra vez.

Cuando la escena termina, a Marcos se le escapa un suspiro de contención que me hace sonreír. Mueve los brazos inquieto; se apoya sobre sus rodillas; se lleva las manos al cabello y lo peina hacia atrás con los dedos; se pellizca la frente; se incorpora; se vuelve a recostar sobre el respaldo. Ninguno de los dos nos atrevemos a decir nada. Pero me imagino su miembro completamente inflamado apretándose contra su ropa y la tensión sexual se hace insoportable. Sutilmente, me aventuro a romper la estúpida barrera del espacio interpersonal estirando mis piernas desnudas hasta tocar su pierna con la punta del dedo pulgar sin dejar de mirar al televisor. No las puedo estirar del todo, mis rodillas quedan a un palmo del cojín y el vestido se desliza sobre mis muslos como el velo de una novia sobre mi vulva desnuda. Parece no inmutarse, sigue absorto a la pantalla, pero deja caer su mano sobre mi tobillo y empieza a hacer pequeños círculos con el pulgar sobre mi empeine. Me recorre un escalofrío que me eriza el vello y los pezones. Entonces, me dejo llevar y meto mi otra pierna por debajo de su muslo y presiono muy dócilmente su miembro. Lo noto duro y caliente entre mis dedos de los pies. Marcos me mira, primero a mi entrepierna insinuante y luego a mis ojos, fijamente, como si acabara de ser reprogramado para follarme hasta morir.

-Qué malito me estás poniendo -dice acompañándolo de un resoplido y agitando levemente la cabeza.

Me muerdo el labio sosteniéndole la mirada y dejo caer mis piernas a cada lado de mí descubriendo sin reservas mi coño húmedo e hinchado flanqueado por los rizos morenos de mi pubis. Marcos lo contempla unos segundos y, entonces, sin un atisbo de vacilación, hunde su cara entre mis muslos y su lengua caliente e impetuosa en mi vagina. Recorre mi coño con lengüetazos calmados como quien lame un helado que no quiere que se acabe nunca. Agarra mi culo con ambas manos tirando de él hacia su cara para restregar su nariz y su boca contra mi clítoris. Enredo los dedos entre su pelo revuelto y castaño, y aprieto. Mis caderas oscilan como una campana que ansía el choque de sus bordes con un badajo para tener sentido. Gimo. Gimo fuerte, sin pudor, como una campana que repica. Me pellizca los pezones con una mano y con la otra me penetra lentamente al ritmo exquisito con el que me lame el clítoris. Gimo. Gimo. Gimo. “Fóllame, Marcos”, le susurro entre exhalaciones. Marcos se incorpora, se pone de pie junto al sofá, se saca su miembro tenso y gordo por encima de las bermudas, me agarra de la cintura y me coloca de espaldas a él, sobre mis rodillas, encima del sofá. Mi culo queda a la altura de su pelvis, lo contoneo contra su falo de arriba a abajo ansiando tenerlo dentro. Él me sujeta las caderas sin oponer resistencia a mi balanceo, restregando la polla por el valle de mis nalgas y resoplando de placer. De pronto, se detiene, agarra su miembro con firmeza y lo introduce en mi vagina como un ariete. Gimo. La noto dentro apretada, deslizándose de dentro a afuera enérgicamente con sus testículos rozando mi clítoris en cada envite y mis pechos golpeando el respaldo del sofá. Marcos se inclina sobre mí, lleva su mano hasta mi sexo chorreante y comienza a mover los dedos sobre el clítoris al mismo tiempo que me embiste una y otra vez con potencia. Yo gimo y grito y se me entrecorta la respiración y me da más, y más. ¡Y más! Y me corro con tanta intensidad que Marcos tiene que sacarla para no correrse dentro de mí. Noto mis fluidos resbalar por la cara interna de mi muslo y los suyos por mis caderas. Ha sido maravilloso y estoy exhausta. Marcos se deja caer sobre mi espalda y la besa con delicadeza.

–Marcos.


–¿Qué?

–Me gustas.

–Tú a mí también.